Si quiero empezar a desgranar los entresijos de La Sonrisa Eterna, debo empezar por desvelar mis fetiches y manías.
Siempre me atrajo lo místico, todo aquello que tenía que ver con el bien y el mal y el contrapunto que en teoría los equilibra. Cada eslabón que une al siguiente haciendo de la cadena un misterio infinito. Y ese diabólico 666 que aún asusta.
Así que comencé a jugar y jugando enlacé mi año de nacimiento y la edad de mi padre al fallecer: 66.
Fue entonces cuando decidí que la novela tendría 666 páginas en un esfuerzo por rizar el rizo. Lo curioso es que el primer borrador terminado, sin forzar, quedó en estas páginas. No me corrió ningún escalofrío por el cuerpo, no penséis mal, pero sí que me fascinó el resultado, para que nos vamos a engañar. Dicho esto, al maquetar el texto para imprenta, sí que hubo que hacer algunos ajustes para hacer coincidir la paginación con la cifra establecida.
Fan de los códigos cristianos, no me resultó difícil encajar la flor de lis en la trama de la novela y su coetánea en las civilizaciones del antiguo oriente, la flor de loto.
Los emblemas papales, los enigmas que envuelven al Vaticano, incluida toda la simbología que Miguel Ángel le dio a la Capilla Sixtina, y hasta la mismísima síndone de Turín, no podía dejar escapar. Por no hablar del Camino de Santiago y de la catedral que alberga los restos del apóstol y sus leyendas y numerologías.
Pero faltaba algo. Todo demasiado religioso, demasiado católico.
Para mí el 66 es un número mágico que rodea los momentos más felices y jodidos de mi vida
Empecé por sumar pasajes comparativos místicos de La Biblia, como la apertura del Mar Rojo por Moíses o el Maná procedente de Yahvé. Y entendí que el Islam, Buda y el Judaísmo también debían participar. Sentí que otras corrientes como las hindús no podían faltar. Y que las viejas esencias espirituales de Asía Central también había que tenerlas en cuenta.
Aún así no terminaba de ser redonda mi interiorización de la trama. A lo mejor fue el espíritu santo el que me inspiró entonces… Hablando de religiones, faltaba la más poderosa e influyente: el laicismo y su dinero.
Un bróker americano, un exagente de la KGB y la hermana de Santa Klaus, me ayudarían. Solo tuve que poner contrapuntos. El Gran Rabí de Jerusalem, una activista de Hamás y una supuesta descendiente de Lutero.
Los ingredientes para mi 666 ya estaban en la olla a presión, el resto era dejarlo hervir. O estallar.